sábado, 30 de marzo de 2013

Instantánea 69 - ¡Ay, los grandes divos…!





Frente al mar de Canarias
Siempre que he visitado las islas canarias me ha sucedido lo mismo; el suave viento insular ha transportado mi espíritu hacia el pasado, haciéndome navegar sobre uno de esos antiguos bergantines que,  cargados de guanches ansiosos por realizar la zafra habían cruzado el mar con destino a Cuba. Ignoro en qué extremo del océano se originó el contagio, si esas tremendas similitudes existentes entre ambas islas viajaron del Caribe  al otro extremo del Atlántico o viceversa. El caso es que estar en Canarias tiene como resultado infalible que me se sienta embelesada con aromas, colores y sabores, tan semejantes a los que alimentaron mi infancia y adolescencia cubana,  que se produce  en mí una potente sensación de “déjà vu”. Y para completar el encantamiento está el dulce acento de su gente, sus  terminologías tan semejantes a las de mi isla de adopción, la guagua,  la papaya, el anón, el aguacate, el mango, el mojo, el tasajo, “mi niño”, “oye vieja”,  “¿pero qué "apurasión" tú tienes..?”

La cena de Nochebuena que nos ofreció el Cabildo de Las Palmas de Gran Canaria fue un combinado de sabores que sorprendió a mis compañeros de teatro al tiempo de despertaba en mí  placeres gustativos dormidos pero nunca olvidados. Aquel cochinillo asado “al ast”, tan semejante al que aromaba en ocasiones los jardines cubanos, me trajo a la memoria  la entrañable imagen de Sira, la madre de mi Lucy, inclinada sobre esas brasas semienterradas en el suelo de su pequeño jardín. (Ver instantánea 42). El recuerdo de sus curtidas manos girando regularmente el cuerpo ensartado de ese lechón que, poco a poco, iba tomando un apetitoso color a oro viejo, me conmovió. Incluso creí oír el crepitar de su grasa goteando y fundiéndose sobre el fuego. Memorias pertenecientes, por supuesto, a una época en la que Cuba era una tierra bendita, creada por Dios para el disfrute de TODOS sus habitantes, nacionales o extranjeros. Un retrato hace tiempo eliminado de la cotidianidad cubana.

Bodegón de Jesús Acántara
Tras una opípara cena, cuya intención era introducirnos en la gastronomía canaria, la llegada de varios carritos rebosantes de un fauvismo totalmente tropical, fue el perfecto colofón. Frondosos montes de frutas amarillas, rojas, verdes, marrones, exacerbaron la curiosidad de mis compañeros peninsulares y enloquecieron mis papilas. Fue largo el tiempo que pasé presentando a esos  "infelices ignorantes” los jugosos y rojizos mangos, las verdes guanábanas, las anaranjadas y provocativas papayas o aquellas piñas, engañosamente agresivas y con un corazón de pura miel que en el resto de España tan solo se conocían en su insustancial versión del enlatado. Grande fue, en esa Navidad, la hospitalidad canaria.


 A la noche siguiente comenzó, en el Teatro Pérez Galdós, mi trabajo en la compañía de José María Rodero y mis experiencias con  ese contradictorio personaje.

Rodero era, sin duda, un gran actor. Su prestigio era enorme y sus admiradores incontables. Mencionar su nombre provocaba  un despliegue de flores y loas. Sin embargo creo que nunca he trabajado con alguien más inseguro e hipocondríaco que él. Y la primera flagrante demostración la tuvimos aquella  noche del estreno de La pereza, comedia con tintes ácidos del argentino Talesnik, en la que Rodero, por cierto, estaba genial.

En los proscenios de todos los escenarios había un pequeño habitáculo llamado “la concha”, el cual se cubría con una balda de madera cuando no se utilizaba y  desde donde un apuntador seguía los textos de los actores, siempre dispuesto a ayudar en el caso de que alguien perdiera la letra o se metiera en uno de esos “jardines” tan temibles. Esta costumbre, necesaria en los días en que las compañías llevaban un repertorio de varias obras, representando cada día una distinta, hacía años que había desaparecido. Pues bien, tras unos perfectos ensayos lo menos que esperábamos ver al levantarse el telón era, erguida entre nosotros y el público, aquella  reliquia del pasado. La concha abierta y con habitante.  Así que el desconcierto inicial fue grandioso. En ningún momento de la representación resultó necesaria la intervención del apuntador pero la ya mencionada inseguridad de Rodero era tal que,  durante el tiempo que duró la gira, aquella espantosa joroba afeó el proscenio de nuestros escenarios. Y este fue tan solo el primer síntoma de su “enfermedad”.

Casi un mes estuvimos saltando de isla en isla y de triunfo en triunfo. Un tiempo durante el cual me convertí en una mujer pluriempleada: primera actriz, sucedánea de enfermera y sobre todo paño de lágrimas de aquel pobre gran actor. Cada vez que Rodero me mandaba a decir con el regidor que fuese a su camerino yo temblaba pensando en cual sería el problema esta vez. Si esto tenía lugar antes de empezar la función A dos barajas el mal solía ser un cólico, una jaqueca o un dolor de garganta, afecciones que al poco tiempo descubrí  eran psicosomáticas. Si reclamaba mi presencia durante el intermedio era para comentarme angustiado que un espectador se había movido inquieto durante ese primer acto o que alguien del público había tosido mientras interpretaba  su escena más dramática. “Esta función no interesa”, afirmaba a pesar de las grandes ovaciones que brotaban del patio de butacas y de las estupendas críticas que los periodistas le dedicaban. “Estoy haciendo el ridículo. Esto no gusta, esto no gusta”, repetía con ese dramatismo que por lo general conservaba incluso fuera del escenario. Estoy segura de que todos soportábamos estas tensiones por tres motivos; en primer lugar porque, libre de sus “neuras”, en su trato cotidiano, Rodero resultaba un ser entrañable, segundo porque,   sin discusión, era un gran actor y tercero y fundamental porque sabíamos que, al finalizar los cuatro meses de gira, nos esperaba una larga temporada  en el prestigioso teatro La Comedia de Madrid.

A dos barajas en el estreno de Sevilla
Mientras volábamos hacia Sevilla con el fin de hacer nuestro estreno peninsular en el teatro Álvarez Quintero, nuestro divo, en medio de uno de sus peores ataques de inseguridad y aprovechando que tenía reunida a toda la compañía en el avión, nos confesó que no quería representar más el papel de aquel cura “disoluto” de A dos barajas. Empero, dijo, los empresarios de provincias,  a cuyos oídos había llegado el gran éxito de Rodero  en esa escena de la muerte del sacerdote, desplomándose frente al altar como fulminado por un rayo justiciero entre bravos y ovaciones,  desdeñaban nuestra segunda obra, La pereza. Por lo tanto estaba pensando  en disolver la compañía. No entiendo cómo o porqué, pero se le había metido en la cabeza que estaba haciendo el ridículo con aquel melodramático papel y que eso iba a ser su  “ruina profesional”.
Estreno de La Pereza en Sevilla

Todos quedamos apabullados por lo que el posible rescindir de nuestro contrato significaría. Y en ese peligroso instante tomé una drástica decisión, algo que en realidad debía haber hecho tiempo atrás. Nada más llegar a Sevilla, a primera hora de la mañana, llamé a Madrid a su esposa, la también actriz Elvira Quintillá y le conté todo lo que estaba ocurriendo. Antes de levantar el telón aquella brava mujer estaba ya encerrada con Rodero en su camerino y, no sé gracias a qué sortilegios,  esa tarde pudimos disfrutar de la más brillante representación del actor. Elvira continuó gran parte de la gira con nosotros, para sosiego de intérpretes, técnicos y empresarios y, sobre todo, para mi descanso. A partir de ese momento  se acabaron las convocatorias en su camerino.

En Madrid la situación familiar se iba estabilizando. Ellos habían logrado localizar  a un par de amigos de su época dorada  con los que recorrían a menudo las  pocas tascas  que habían sobrevivido al paso del tiempo,  reviviendo éxitos, resucitando a compañeros muertos, todo con esa alegría con que la memoria suele exaltar los buenos momentos y amortiguar los malos.

Jesús había establecido contacto con una Galería de Arte en Jerez y trabajaba entusiasmado en una nueva exposición pero sin abandonar la diaria atención  a esa familia mía que ya le adoraba.


A que te pillo. Cuadro de Jesús Alcántara
En cambio la comuna estaba atravesando por un estado de inestabilidad. Escarpanter había notificado la próxima llegada de su novia cubana, Gina,  y su intención de contraer matrimonio,  lo cual  supondría para él una nueva vida lejos de nosotros.
El comunero Carlos Álvarez y su novia, Jesús y yo


También Carlitos Álvarez iba a recibir a una novia, de la cual desconocíamos la existencia, pero que venía con firmes intenciones de casarse. Estaba claro que, cuando faltaran esos dos miembros de la comuna y no estando en disposición de admitir a nuevos compañeros esta tendría que desaparecer.  Sabíamos que nunca íbamos a encontrar personas con las que se estableciera una tan perfecta compenetración. Había que ir aceptando, pues,  que las maravillosas experiencias vividas comunitariamente pasarían  a formar parte, como tantas otras de nuestras vidas, del mundo de los recuerdos. Por mucho que nos doliera.

Pepe Hervás, José Vivó, Estanis González y yo en Granada
La gira con Rodero continuó en un principio por Andalucía, Granada, Córdoba, Jeréz y Málaga, donde Jesús se unió a nosotros por unos días. Al fin mi “familia política” pudo verme realizando un buen trabajo. Quedaron tan encantados que nuestras relaciones se volvieron cálidas y respetuosas. Me parece que a partir de ese momento dejé de ser para ellos una “pilingui” y me convertí en una ACTRIZ.

Luego la compañía se dirigió al norte, este y centro del país. Y fue en Salamanca donde el divo nos comunicó oficialmente que había rescindido el contrato con el teatro de La Comedia y que, por lo tanto, el tan ansiado debut en Madrid nunca tendría lugar. 
José Vivó, Jesús, Hervás, yo, Estanis González y Luis Porcar.
Ágape en el ayuntamiento de Córdoba

Aquello fue un palo garrafal para todos, pero sobre todo para mí. No fue solo por quedarme en la calle sin proyecto de trabajo alguno y con la responsabilidad de mantener a mi recién llegada familia. El debutar en la capital como primera actriz con Rodero hubiese sido reentrar al mundo teatral capitalino por la puerta grande. Subir de categoría un gigantesco escalón. Pero aquellos “esto no gusta”, “estoy haciendo el ridículo”, “será mi ruina profesional” se habían grabado a fuego en la frágil autoestima del actor y ni siquiera los consejos de su esposa Elvira pudieron con su enfermiza inseguridad. Como resultado José Vivó, Estanis González, José Hervás, Luis Porcar, Laura Ripoll, José Pagán , María del Carmen Pagán y yo, esa compañía que con tanta paciencia había sobrellevado las histerias de nuestro divo, quedó varada en las inhóspitas playas del desempleo.
En mi caso, por poco tiempo ya que, unos días después de mi regreso a Madrid, otro gran divo de la farándula solicitó mis “servicios”: El galán de galanes Alberto Closas.


Necrológica. Mi gran amigo Juan Cueto-Roig me acaba de enviar desde Miami la noticia del fallecimiento, en la Habana y a la edad de 90 años, de  Elvira Cervera. maestra, locutora, directora,  actriz y sobre todo  luchadora a favor de la integración de actores de todas las razas en los repartos cubanos. Es decir, la integración interracial. Su cuerpo fue expuesto en la funeraria de Calzada y K, en el Vedado. Que en paz descanse
.

Próximo capítulo. ¡Pues anda que las grandes divas...!

sábado, 23 de marzo de 2013

Instantánea 68 - Ni el mayor fracaso podía afectarme.

La noche del 9 de octubre de 1971 participé en el estreno más desconcertante de mi carrera.



El día que nos encontramos por primera vez con aquella complicada y gigantesca estructura, hecha de tubos de hierro y cromo, creímos habernos equivocado de teatro. No podía existir una ambientación más hostil y amedrentadora para un texto más sutil y a la vez complicado de interpretar como el de Romeo y Julieta.  El primer ensayo general, vestidos con unos maravillosos y carísimos trajes de la época hechos de seda cruda forrada y bordados a mano, con coturnos en los pies y un sombrero cónico y alto, tan pesado que era casi imposible de sostener en la cabeza, debíamos subir y bajar, a la vista del público, por unas escalerillas de mano que conectaban los dos pisos de aquel decorado.

Una mitad de la estructura metálica simbolizaba el palacio de los Capuleto y la otra mitad el de los Montesco. El romántico balcón, donde transcurría una de las más bellas escenas de la obra y a la cual, en un momento determinado yo, la madre de Julieta, debía asomarme y largar algunas parrafadas, era  una escueta plataforma de los mismos materiales, ligeramente inclinada hacia el público para facilitar su visión, y SIN BARANDILLA ALGUNA DE PROTECCIÓN. Y yo era la primera persona en tener que utilizar aquella parte del decorado. Durante aquel ensayo enloquecido, mientras intentaba decir mi texto, a duras penas sosteniéndome  en el centro de aquel peligrosísimo espacio, oí a Morera gritar desde el público “¡ponte más adelante, Yolanda, que desde las primeras filas casi no se te ve!” Queriendo obedecer sus instrucciones me acerqué  hacia el vacío tan solo unos centímetros. Aquello provocó que la orden del director se repitiera con más apremio, “¿no me oyes, Yolanda? Más adelante”. Entonces, por primera vez en mi vida, me enfrenté a un director de escena: “Por favor, Morera, ¿quiere usted subir aquí y ver lo que me está pidiendo?” El ensayo se suspendió por unos momentos, Morera subió a la plataforma y una vez allí se oyeron tronar en todo el teatro estas palabras, “¿pero a quién se le ha ocurrido construir esta barbaridad?”.

Eusebio Poncela y María Jose
Goyanes

Como resultado, desde ese momento en adelante, yo fui una voz en off  para los espectadores de las primeras filas, Goyanes-Julieta dedicó la larga escena del balcón a un Romeo que, estando en el escenario  bajo el supuesto balcón, ella no podía ver y Romeo-Poncela dirigió sus inspiradas palabras de amor a una Julieta invisible para él, escondida como estaba tras una techumbre de vigas. 
Si las mujeres lo teníamos dificilísimo, los chicos, subiendo y bajando por aquellas escaleras, a veces en medio de luchas con unas espadas que cuando colgaban de sus cintos chocaban escandalosamente contra los hierros,  intentaban de forma inútil dar fluidez a sus movimientos y aplicar las innumerables clases de esgrima que habían recibido durante los ensayos.



Si no hubo accidentes durante las representaciones fue por un milagro. La pobre Goyanes, cuyo marido Manolo Collado era el productor, estaba desesperada. El dineral que había costado esa absurda puesta en escena le asustaba casi tanto como recitar los hermosos versos de la escena del balcón mientras trataba de no precipitarse por esa inclinada y desprotegida superficie situada a más de dos metros del suelo.

La noche del estreno, nada más alzarse el telón, hubo un conato de risas y abucheos. De ahí en adelante todo fluyó lo mejor que las condiciones nos lo permitieron, pero la certeza del fracaso era inminente para todos los actores. Pensábamos que los dos meses de arduos ensayos se nos iban a pique por la “gran obra de ingeniería” ideada por Gerardo Vera y Andrea D´Odorico, diseñador y escenógrafo respectivamente. Y no nos equivocábamos. El día después del estreno ya éramos más los actores sobre la escena que el público asistente. En esas condiciones Collado aguantó tan solo 17 días la función en cartel. A pesar del magnífico reparto, María José Goyanes, Eusebio Poncela, Rafaela Aparicio, Yolanda Farr, Luis Peña, Francisco Guijar, Ernesto Aura, Narciso Rivas, Concha Lluesma, José Hervás, Juan Jesús Valverde, Modesto Fernández, además de una nutrida figuración, aquellos bellos versos de Shakespeare,  adaptados por Pablo Neruda, no lograron superar el garrafal error de montaje.

Es decir que antes de terminar el mes de octubre estábamos todos en la calle.

Por otro lado mis padres trataban de ubicarse en un Madrid que, tras tantos años, les resultaba casi desconocido. Jesús y yo les llevábamos a direcciones que recordaban, buscando aquellos lugares donde habían transcurrido  sus antiguas reuniones artísticas. Pero ya casi ninguno existía. El tiempo y la “modernidad” habían convertido los entrañables cafés tertulianos en frías y desangeladas cafeterías.

Menos mal que entre Jesús y los siempre dispuestos  comuneros y amigos  no les faltaron amigos y “guías turísticos” durante los 17 días que yo asistí a la agonía de Romeo y Julieta

Bobby, el Fox Terrier
Salmerón, nuestro  veterinario, que ya había conseguido revalidar su título y trabajar en su profesión, un día se apareció en casa de mi familia con el mejor regalo que se podía esperar: un joven y precioso Fox Terrier que había encontrado perdido por la calle. Ni que decir tiene que a esos empedernidos amantes de los perros aquello les vino como caído del cielo. Bobby se convirtió en la alegría de la casa y a los pocos días de su llegada era ya parte de la familia.

También en la “comuna” había hecho su entrada apoteósica,  un nuevo personaje; Mequi Herrera.

Mequi Herrera

Mequi era una famosa y bellísima actriz cubana con la que, por esos caprichos de la profesión, yo nunca había tenido relación directa en la isla. Pero eso no era óbice para que hubiese admirado su labor  en las obras La pérgola de las flores o La esquina peligrosa. 

Inmediatamente se estableció entre Mequi y yo una hermosa e imperecedera relación. Ella es una mujer de una sensibilidad y un sentido de la amistad exacerbado. Esas virtudes, combinadas con una gran entereza, la convierten en un ser especial.

Por fortuna poco duró mi ausencia de los escenarios. Tan solo unos días después de aquella experiencia con Shakespeare que casi fue, como se dice en la profesión, “debut, homenaje y despedida”, todo unido, me llegó una oferta de trabajo maravillosa: José María Rodero, uno de los primeros y más prestigiosos actores españoles, me contrató para ser su coprotagonista en una gira que duraría cuatro meses. Aquello era un regalo de los cielos pues elevaría  mi prestigio artístico. Llevaríamos dos obras de repertorio, A dos barajas, de Martín Descalzo y La Pereza, (La galbana) de Talesnik y fue con esta última que comenzamos los ensayos. El director resultó ser mi admirado Fernando Fernán Gómez. Cada noche yo me dirigía en autobús al teatro María Guerrero donde, tras terminar la función que se representaba, comenzaba nuestro trabajo. Y allí permanecíamos hasta altas horas de la madrugada.

Mequi y yo, años más tarde

En una de esas ocasiones,  mientras me preparaba para el diario desplazamiento,  Mequi me demostró que, aparte de las virtudes que ya he mencionado, poseía una eminente generosidad. Ella tenía un coqueto ciclomotor Vespino al que adoraba y con el que solía moverse por Madrid. Era todo un número ver a aquella espectacular mujer desplazarse sobre tan escaso vehículo. Pues bien, para evitarme la difícil y larga ida en ómnibus y el caro regreso de madrugada en taxi se ofreció a prestarme su motito. Yo acepté, con la inconsciencia de la juventud, y el resultado fue que, a mitad del camino  y debido a mi total inexperiencia, mi corcel mecánico y yo fuimos a parar al suelo, de una forma muy poco elegante,  por fortuna sin graves daños para ninguno de los dos. Nunca volví a pedirle el ciclomotor y ella jamás me reprochó los arañazos que mi ineptitud dejó en él.

Con Rodero la relación fue buena aunque agitada, por motivos que explicaré más tarde. Con Fernán Gómez la sintonía resultó perfecta. De aquellos primeros ensayos tengo una divertida anécdota que describe perfectamente a ese especial personaje: en una ocasión Rodero le preguntó a Fernando cuales eran los antecedentes de su personaje, si debía interiorizar o no determinada escena a lo cual él  director contestó, con aquella profunda y cortante voz tan suya, “José María, yo trabajo con actores profesionales para que no me pregunten tonterías. Haz lo que tú sabes hacer. Actúa y no divagues.” Por supuesto, a partir de ese momento me libré muy mucho de intentar otra cosa que aprender el texto de pe a pa y decirlo con sentimiento y lógica. Gracias a eso el gran Fernando y yo tuvimos unas pacíficas y fructíferas relaciones laborales. Se cuenta que, mientras él y su compañía estaban representando Un enemigo del pueblo, de Ibsen, estrenada en el Teatro Reina Victoria, pasaba cada día por los camerinos preguntando si alguien se sentía enfermo. “Si estáis malos decidlo y suspendemos. Recordad que esto no es la guerra.” Según parece no era muy adicto al trabajo.

La segunda obra, A dos barajas, estaba escrita por un cura, Martín Descalzo, y planteaba la dicotomía entre la devoción sacerdotal y el amor carnal. Era un “melodramón” que entusiasmaba a Rodero, el cual se sentía como pez en el agua entre lágrimas, gemidos y muerte. Los gemidos corrían de mi parte, pobre mujer enamorada de un cura, víctima de un amor imposible, y las lágrimas, de la suya pues nadie en el mundo podría superar su grosor o la violencia y constancia con que podían brotar de sus ojos ante la mínima sugerencia. Había una escena en la que, estando ambos abrazados, la pechera de mi vestidito azul claro quedaba empapada por aquel río que, superando  el supuesto dique de contención de sus pestañas, se precibitaba sobre mi. Un verdadero prodigio. En cuanto a la muerte,  "justo castigo" por las dudas del señor cura,  aquel era el momento álgido tanto para Rodero como para la función, pues, ante su rotundo y sonoro desplome en escena el público irrumpía  en aplausos y bravos. Creo que nadie ha muerto en el escenario más veces y con más entusiasmo que él. Esta función fue magistralmente dirigida por Vicente Amadeo.

Por exigencias del guión, como se suele decir en nuestro ambiente, corté y oscurecí mi larga melena dorada y las benditas manos de mis madres me confeccionaron un vestuario sencillo, acorde con la personalidad de esas dos mujeres normalitas y algo anodinas que me tocaba interpretar en esta ocasión.

Fotografía Jesús Alcántara


Maravillosa fue mi experiencia durante aquellos ensayos. Pero como nada es perfecto, el inicio de la gira fue bastante triste: debimos viajar a Las Palmas de Gran Canarias el día 24 de diciembre, ya que el debut tendría lugar el 25. Es decir que, aquellas primeras navidades de mi familia en España las vivimos, forzosamente, de nuevo separados.

Yolanda Mariño inició esa nueva aventura con el corazón dolorido por tener que estar cuatro meses lejos de su recién recuperada familia.
Yolanda Farr sabía, ilusionada, que tenía por delante, durante esos meses, un sin fin de vivencias que enriquecerían su vida y su carrera.


Necrológica.

Bebo Valdés
Ayer tuve conocimiento de la muerte, a los 94 años y en Suecia, donde se había exiliado en 1960, de Bebo Valdés, el hombre que mejor representaba la esencia de Cuba y lo mejor de su música. Durante los años que vivió en Málaga realizó, bajo los auspicios del cineasta español Trueba, sus últimas grandes contribuciones al mundo  musical, recibiendo el Grammy por el disco El arte del sabor y poco despues un segundo, además de tres discos de platino, por el memorable Lágrimas Negras, en compañía del cantaor Diego el Cigala. Su último trabajo fue Bebo y Chucho Valdés, un entrañable CD en homenaje al reencuentro de padre e hijo tras  muchísimos años de separación. 
Cito a continuación las palabras que la SGAE, Sociedad de General de Autores de España,  le dedicó en una ocasión. Me parecen el mejor epitafio.
"Bebo Valdés es el músico cubano que más ha contribuido a universalizar la música de Cuba y el jazz latino".



Proximo capítulo: ¡Ay, los grandes divos...!

sábado, 16 de marzo de 2013

Instantánea 67 - ¡Al fin! (Dedicado a los cubanos que han vivido este emocionante momento).


Foto de Jesús Alcántara
Fue algo inenarrable. Una semana antes había recibido el telegrama anunciándomelo y desde entonces mi corazón no había bajado de las 120 pulsaciones por minuto. Morfeo, por su parte, había adoptado hacia mí una actitud desdeñosa.
Ya llevaba más de un mes ensayando Romeo y Julieta, en versión del reciente nobel de literatura Pablo Neruda, cuando llegó la ansiada noticia. Ni siquiera podía concentrarme en mi personaje. Hasta tal punto que Morera, el director de la obra, llegó a preguntarme qué era lo que me sucedía. No estaba acostumbrado a mis "ausencias" ni a la tontorrona media sonrisa que llevaba  puesta desde unos días atrás. 

Durante las representaciones de Tiempo del 98 en el Teatro de la Comedia, Manolo Collado, el productor, me había ofrecido hacer el papel de la madre de Julieta, en este caso María José Goyanes.  “No te sientas ofendida, Yolanda, según el texto de Shakespeare la señora Capuleto tenía 13 años al parir a su hija”, me dijo a manera de excusa inútil pues una actriz está dispuesta incorporar personajes de toda índole, mayores o menores, castos o impúdicos y cuanto más dispares o ajenos al propio yo más apetecibles nos resultan. Al menos en mi caso.
María José Goyanes

El supuesto problema estribaba en que María José y yo éramos contemporáneas, aunque ella tenía, y tuvo durante mucho tiempo, un aspecto adolescente y yo, siendo alta y angulosa, siempre había aparentado mayor. Estaba previsto estrenar en el Teatro Fígaro el 9 de octubre de ese 1971, justo el día después de la llegada a Madrid de las bellas mellizas alemanas y del estoico gallego de mi alma, es decir de mi madre, mi tía y mi padre.

¿Cómo podría describir mi estado mientras, aquella mañana del día ocho en el aeropuerto de Madrid, esperaba el siempre retrasado arribo del avión de Cubana? Los minutos se me hacían  horas que se enrollaban alrededor de mi cuello como una soga, impidiéndome respirar. Jesús, a mi vera, con su brazo sobre mis hombros, intentaba contener los temblores que me azotaban. Inútilmente.

Casi cuatro años me separaban de  aquel diciembre de 1967 en el cual mi cuerpo, que no mi corazón, abandonase a la fuerza familia, amigos y vivencias en mi patria adoptiva, Cuba, obligada al exilio, como tantos y tantos cubanos, por los desatinos e injusticias de un lobo con piel de cordero que nos había engañado a todos; Fidel Castro. Casi cuatro años había soportado la ausencia y ahora, aquellos minutos  esperando el desembarco,  se me hacían inaguantables. Ay, la relatividad del tiempo…

Y entonces, desde una de las terrazas del aeropuerto, los vi descender por la escalerilla del avión. ¡Señor! No recuerdo cómo llegué  a la sala de espera. Ignoro quién o qué puso alas a mis pies pero la cuestión es que, mucho antes de que traspasaran la aduana, yo estaba ya ahí,  flotando sobre una nube de ansiedad, desligada de todo lo que no fuese devorar con los ojos y el alma aquella puerta.

Ante mis súplicas, los “comuneros” y los adictos habían quedado en casa, preparándolo todo  para darles la gran la bienvenida, me temo que picados por el mosquito de la envidia. Pero esa iba a ser una experiencia que yo quería vivir en la intimidad. Manana y Ramón, que nos prestó su coche para ir al aeropuerto, estaban organizando una fiesta para agasajar a mi familia cuando nos fuese propicio. Ellos sabían que el día de mi estreno y los tres o cuatro siguientes no tendría ni tiempo ni ánimo para distracciones. Desgraciadamente mi amiga del alma, la pintora Gladys Triana, que había llegado a España en Junio del 69, ya había partido para EE.UU. en busca de un ambiente más receptor para su pintura. España no era sitio para jóvenes y rompedores artistas de la plástica. Ni siquiera pudo asistir a la primera exposición de Jesús Alcántara,  que había descubierto su vocación pictórica seguramente gracias a la pasión por ese arte que yo le había contagiado. El acontecimiento fue en la sala Tramontana de Madrid, con buenas críticas y hasta varias ventas, cosa harto difícil para un joven primerizo. Lo cierto es que todo el que veía  sus cuadros quedaba admirado por su originalidad y pasión colorista, tan tropical, cosa sorprendente en un español. 
Bodegón. Pintor Jesús Alcántara
Su vocación inicial había sido estimulada por la obra y los consejos de Gladys, quien desde hacía ya años vivía entregada a la pintura con una devoción casi sacerdotal.  Con ella Jesús solía asistir a la escuela de grabado de San Fernando o al popular Rastro madrileño, donde  pintores jóvenes exponían, los domingos, parte de su obra en plena calle. Muy al estilo del  bohemio barrio de Montmartre, París.
Gladys Triana y yo en el Rastro

A pesar de  la reconfortante compañía de Jesús, mi espera en aquel aeropuerto de Barajas se estaba haciendo cada vez más tensa cuando, al fin,  vimos que los viajeros, mayormente cubanos exiliados, tras pasar el control de aduanas y recoger el mísero equipaje que estaban autorizados a sacar de Cuba, comenzaban a salir por esa puerta que para ellos era como la frontera  entre la opresión y la libertad. Decenas de rostros desconcertados cruzaban ante nosotros cuando, de pronto, tres frágiles figuras aparecieron entre la gente y una explosión de deslumbradora  luz celestial eclipsó para mí  lo que me rodeaba. Con paso inseguro, agarrados del brazo, como niños temiendo perderse, intentaban atravesar la barrera de cuerpos que nos separaba.

Dos segundos tardé en llegar a su lado. Quince minutos tardamos en dejar de llorar y abrazarnos. De sus cuerpos brotaba un perfume a  salitre y amor que yo inhalaba con la desesperación de un náufrago muerto de sed. Aquellos olores tan amados y por tanto tiempo ausentes…  Y así estuvimos hasta que la voz de Jesús nos hizo reubicarnos en el tiempo y el lugar. Eran las 11 y media de la mañana. Solo entonces tuvieron lugar las presentaciones y Jesús, con su rostro angelical y su dulce y embaucador acento andaluz, se ganó desde el primer instante el cariño de esa familia mía tan proclive  al afecto.

A pesar del cansancio que sabíamos les embargada, decidimos, tal y como estaba planeado, llevarlos a la “comuna” donde comuneros y adictos estaban ansiando recibirles. Mi intención era que, desde el primer momento, se sumergieran en un baño de amistad, que sintieran como todos los que me querían, y eran bastantes, también les querían.
Primera foto de mi madre, mi padre y mi tía
en la "comuna"

Tras momentos emocionantes y un banquete pantagruélico, el cual a causa de sus estómagos empequeñecidos por los nervios y la estricta dieta  cubana  apenas probaron, a las 5 de la tarde les llevamos al apartamento que Jesús y yo habíamos alquilado y habilitado para ellos. Era un lugar muy cercano a la “comuna”, en la zona de Ventas, franqueado por árboles y de fácil comunicación. Desde allí, cuando estuviesen repuestos y centrados, podrían desplazarse hacia el Madrid de su juventud en busca de los lugares y las personas que  habían sobrevivido  al paso del tiempo. Nuestros cuerpos se negaban a separarse. ¡Teníamos tantas cosas que decirnos y un retraso de tantos besos que darnos! Pero como la fecha de la  esperada llegada no había resultado idónea, aquella misma tarde, a las 6, hube de dejarles. “Jesús se quedará con vosotros hasta que os acostéis, y mañana por la mañana estaremos aquí de nuevo,” les dije al salir. Y la escena de la despedida fue casi tan dramática como la acaecida cuatro años atrás en nuestra casa de 70 y 13, Ampliación de Almendares.
La familia Mariño-Pfarr, al fin, en Madrid
Con el corazón oprimido salí hacia el Teatro Fígaro para atender a la ineludible obligación de participar en un ensayo general que duraría sabe Dios hasta qué hora de la madrugada, ya que al día siguiente, 9 de octubre del 71, estrenaríamos en el teatro Fígaro el tan complicado y carísimo montaje de la obra Romeo y Julieta.

Pero aquello no me preocupaba. Lo único  importante era que la familia Mariño-Pfarr, vencedora de tantas escaramuzas, estaba nuevamente reunida y ya nada malo podía pasarnos.
Próximo capítulo. Ni el mayor fracaso podía afectarme.

sábado, 9 de marzo de 2013

Instantánea 66 - Madrid me ama. Yo amo a Madrid.




El Palacio Real, la iglesia de Los Jerónimos y el Museo del Prado
Madrid es una hermosa y aristocrática ciudad, al menos una gran parte de ella.  Además de la tan celebrada zona de “Los Austria”, tiene esas calles Gran Vía y Alcalá que podrían destrozar las cervicales de cualquiera que se dedicara a pasearlas observar, asombrado, las infinitas estatuas y ornamentos que coronan sus azoteas. Es impresionante la sobria magnificencia arquitectónica de su Museo del Prado, de su Biblioteca Nacional o de su catedral de la Almudena, que por ese año 70 en el que aún se desarrolla  esta parte de mi historia, estaba en precarias condiciones  pero cuyas líneas se adivinaron siempre majestuosas e inspiradas. 
El Arco de Cuchilleros y Luis Candelas

O la grandiosa Plaza Mayor que da acceso, por una de sus nueve puertas, al Arco de Cuchilleros,  lugar que     conserva , según se dice, efluvios de Luis Candelas, famoso bandolero nacido el año 1804 en el muy castizo barrio de Chamberí y condenado a morir por garrote vil en 1837. Se cuenta que este individuo nunca utilizó la violencia en sus muchísimos latrocinios y que, siendo un hombre aficionado al buen vivir, con asiduidad frecuentaba las tascas de esa emblemática zona madrileña. De hecho la mayor y más famosa taberna del lugar lleva por nombre, en su honor, Las cuevas de Luis Candelas. Sí, Madrid es una ciudad llena de historia y hermosa, sobre todo cuando se mira con unos ojos de los cuales las  sombras de la soledad y la miseria han sido borradas gracias al trabajo, la amistad y el amor. Es decir, mis ojos en aquel último mes del año 70.

A partir del 19 de diciembre yo me dirigía cada día al teatro Maravillas, ubicado en la calle Malasaña. En  él había debuado con la función “El escaloncito”, de David Turner, dirigida por Antonio Amengual, y en  la cual, por fortuna,  los críticos me trataron muy bien a pesar de ser una desconocida para ellos. Las protagonistas de la misma eran una pareja de actrices que  se había hecho famosísima a consecuencia de un exitoso programa de televisión; Los Martínez. Como suele pasar en esta profesión desde el invento de “la caja tonta”, un artista puede haber dedicado toda su vida al teatro, como era el caso de ambas, y no alcanzar la popularidad hasta que la TV le acoge y promociona. Ellas eran Florinda Chico y Rafaela Aparicio. Dos grandes profesionales y personas adorables. Bellos recuerdos guardo de ambas y del resto del reparto, Montserrat Blanch y Alberto Bové, prestigiosos veteranos, y Ana María Simón, Pepe Lara y Ramón Reparaz, jóvenes y prometedores. Todos me brindaron el apoyo que  necesitaba una “cubanita” recientemente exiliada. La realidad era que yo no solía ir alardeando de mi currículo. Hacía tiempo que mi querido álbum de recortes de Cuba reposaba en un armario para único disfrute de mis ojos y estímulo de mi espíritu cuando me sentía desorientada o relegada. Entonces aquellas buenas críticas de teatro, aquellos retratos de mi trabajo en el Tropicana o en el Capri, aquellas imágenes y artículos sobre mis trabajos cinematográficos, eran mi sostén, mi impulso, susurrándome al oído, “venga, Yolanda, si lo conseguiste una vez, y no fue cosa fácil, volverás a hacerlo”.
Foto de El Escaloncito. De izquierda a derecha Pepe Lara, Ramón Reparaz, Montserrat Blanch, Yolanda Farr
Florinda Chico, Alberto Bové, Eduardo Martínez, Rafaela Aparicio y Ana María Simón
Solo al comienzo de los ensayos tuve un conato de problema. Alguien denunció al empresario por contratar a una extranjera indocumentada, lo cual estaba prohibido. Pero aquello era totalmente falso.  Ese Gianini, para el que nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento, me había conseguido tiempo atrás el carnet de “teatro, circo y variedades” del Sindicato Vertical del Espectáculo. Se suponía que para obtenerlo era necesario pasar una prueba y haber cumplido el Servicio Social, equivalente en las mujeres a la mili de los hombres, pero en realidad se entregaba, en muchos casos, por “amiguismo”. Confieso que así pasó conmigo.
Carnet del Sindicato Vertical del Espectáculo
La cuestión  es que en el momento de la denuncia yo llevaba más de un año trabajando sin problema alguno pero, según parece, alguien me había tomado ojeriza y verme en un importante reparto y en Madrid despertó sus iras nacionalistas. Siempre ha existido y existirá este tipo de “personajillo”.

A finales de octubre de ese año 70 se habían presentado en casa un matrimonio que se convertirían en mis  eficaces representantes durante mucho tiempo; Antonio Collado y Mari Carmen Calleja. Por desgracia Gianini ya no me era de utilidad pues  estaba en exclusiva relacionado con el mundo de la música. La pareja me habían visto en Soria haciendo El sereno debajo de la cama,  les había interesado mi trabajo y tras ponerse en contacto conmigo  me consiguieron el esperado debut madrileño. La  fe de esa pareja en mí fue la llave que me abriría muchas e importantes puertas. Antonio provenía de una familia dedicada al espectáculo por generaciones y Mari Carmen, su esposa, era una abogado apasionada por todo lo que tuviese que ver con el mundo de la farándula.
Con Mari Carmen Calleja y con Antonio Collado
Los Collado eran tres hermanos, Salvador, Antonio y Manolo y todos siguieron los derroteros familiares. Salvador se dedicó a la producción, Antonio a la representación y Manolo Collado pasó de productor a ser un  importante director  que convirtió a su esposa, la actriz María José Goyanes,  en una de las principales figuras del teatro en las décadas de los 70 y 80.  Antes de terminar mi aventura con El escaloncito ya estaba contratada para hacer, bajo la producción de Manolo Collado,  la dirección de José Manuel Garrido, en el Teatro de La Comedia y casi con el mismo elenco de la gira, Tiempo del 98, aquella obra tan comprometida que, formando parte del repertorio de La Segunda Campaña Nacional de Teatro, pocas veces pudimos representar en provincias a causa del veto de las “autoridades”.

Su autor, Juan Antonio Castro, había fusionado con maestría trozos de poemas y textos críticos  escritos por personajes de la Generación del 98 como Unamuno, Azorín,  Machado o Baroja, los cuales encajaban a la perfección  con los problemas de la España del momento, añadiendo al montaje  canciones antiguas. Básicamente estaba constituida por una serie de escenas que iban desde el aguafuerte goyesco hasta la sátira quevedesca, pero todo muy bien engarzado. El resultado fue un producto revulsivo que entre los progresistas despertaba ovaciones y bravos y entre los conservadores repulsas y hasta pateos. Ah, los famosos pateos, ya desaparecidos del panorama teatral, pero que durante años lograron retirar de los escenarios a actores mediocres, a cantantes desentonados y a obras por algún motivo fallidas.
Yo llevaba  la parte musical de la pieza y más de una vez, mientras entonaba, vestida de cupletista, una versión caricaturizada de la famosa canción Soldadito Español, fui víctima de insultos  por parte del sector  ultraconservador del público. En una ocasión, un señor muy de derechas arremetió, paraguas en mano,  contra mí desde el patio de butacas al tiempo que un “caballero español” saltaba de su asiento para defenderme. Ambos se liaron a gritos reivindicatorios y puñetazos lo cual nos obligó a bajar el telón. Aquella noche no se pudo terminar la función.  Esto sucedió en Madrid y  tras haber sufrido en mis carnes, antes del estreno y por primera vez, el despiadado mordisco de la censura, como narro a continuación.
Tiempo de 98 durante la gira.
De izquierda a derecha Carlos Canut, Juan Jesús Valverde, Julia Tejela. Emilio Berrio, Terele Pavez, José Hervás, Yolanda Farr, Mariasun Sordo, Francisco Valdivia, Concha Hidalgo y Eusebio Poncela
 Durante las pocas ocasiones en que habíamos representado en provincias Tiempo de 98, aquella escena de la cupletista era  mucho más provocadora. En la versión original yo salía envuelta en la enseña nacional y cantando La Banderita Española, un pasodoble que se había convertido en una especie de himno usado  en las “juras de bandera” y los desfiles militares, exaltando con su letra los ánimos más patrioteros y nacionalistas del   pueblo. Lo que poca gente sabía era que la pieza en cuestión pertenecía a una revista llamada Las Corsarias, estrenada en el año 1919. La cuestión es que los militares franquistas se habían apoderado, para uso exclusivo, de ese pasodoble, a semejanza de lo que los nazis habían hecho en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, con la canción Lili Marlene. Por tal motivo y a causa de la forma grotesca en la que,  por supuesto a instancias del director y del autor, yo lo interpretaba, los censores decidieron, que aquello era una “ofensa a la bandera”, acto penado por ley, y o se eliminaba esa escena o prohibirían el estreno.  Esto sucedió durante el inevitable pase privado que toda función pretendiente a entrar en un teatro de Madrid debía ofrecerles. Como el autor no estaba dispuesto a permitir esa estúpida poda de su obra, tras largas conversaciones entre censores, autor y director, llegaron a un acuerdo; yo cambiaría la canción y prescindiría de usar la bandera como vestuario.
Así que se me vistió con un  traje de vedette lleno de plumas y me tuve que aprender en dos días Soldadito Español, canción que por algún motivo parecía no ofender la sensibilidad patriótica del régimen. Este hecho me hizo comprobar los desconcertantes designios de esos inevitables y temidos censores. (Y como estos individuos merecen una descripción mucho más detallada, en próximos capítulos seguiré narrando futuros encontronazos con esos prepotentes, en cuyas generalmente incultas manos se encontraba la profesión).  

Tiempo de 98 nos proporcionaba a los actores  emociones extremas, pues nunca sabíamos lo que íbamos a provocar en el espectador, contagiándonos a veces tensiones que llegaron a afectarnos personalmente. Terele Pavez, por ejemplo, cayó en una de sus primeras crisis paranoides. Un día, en escena y sin motivo alguno,  lanzó a la cabeza de un compañero una máquina de escribir que era parte de la utilería, pero con tal suerte para ambos que el proyectil no llegó a su destino. Otro día faltó a la primera función, alegando que se había quedado dormida. Cosa insólita en un actor. Una compañera primeriza tuvo un ataque de nervios en escena  ante su primer pateo. Con delicadeza y tratando de conservar nuestros personajes, la sacamos del escenario en medio de unos gritos y lloros que  el publico debió tomar como parte del montaje pues ni se inmutó. En fin, que hubo  a veces momentos impactantes para todos.

Esta obra se estrenó el 22 de mayo de 1971 en el Teatro de La Comedia. Por cierto, con un controvertido pero apoteósico éxito.

Y acabo de darme cuenta que he saltado olímpicamente al año 71, pasando por alto mis navidades del 70 y, sobre todo, mi primer fin de año sobre un escenario español. Y os aseguro que aquella fue una experiencia maravillosa.
Fotografía de Jesús Alcántara

El día 24 de diciembre, según la costumbre, los teatros solo hacían la función de la tarde, de esa manera los artistas teníamos la oportunidad de pasar aquella fiesta tan familiar con los seres queridos. Es decir, que en la comuna se organizó una cena navideña llena de suspiros y lágrimas por nuestros ausentes, esos sufridos prisioneros del castrismo. Pero el día 31 no tan solo se trabajaba, sino que la función era una gran fiesta que se compartía con los espectadores. En la taquilla, junto con la entrada, los que acudían eran  obsequiados con una bolsa conteniendo las doce uvas pertinentes, serpentinas, matasuegras, pitos y un botellín de sidra El Gaitero. Fuese la obra un drama o una comedia, diez minutos antes de las 12 se cortaba la representación, se conectaba con Radio Nacional de España, se pasaba el sonido a la sala por megafonía y ya fuese vestidos del siglo XV, con la ropa más actual o en el semidesnudo propio de las revistas, los artistas se mezclaban con el público y el intercambio de serpentinas o confeti era continuo. Hasta que llegaban aquellos famosos y complicados “cuartos” con los que el reloj de la Puerta del Sol intentaba avisar a toda España que iban a dar comienzo las 12 campanadas dedicadas a  transportarnos a un nuevo año. Y en medio del jolgorio general, todos nos esforzábamos en lograr lo prácticamente imposible; ingerir las doce uvas al unísono con unas campanadas que siempre resultaban  demasiado largas o demasiado cortas. . Después, durante otros diez minutos, se armaba una locura de botellas descorchadas, lluvia de sidra, gritos, estruendo de pitos y matasuegras y demostraciones indiscriminadas de afecto. Pasada esa festiva interrupción se apagaban las luces de la sala, se bajaba el telón y comenzaba el “más difícil todavía”; recobrar el espíritu de la obra y el interés del respetable. Continuar el espectáculo. Hasta tal punto eran emotivos esos 31 de diciembre que incluso los actores sin trabajo en esa fecha subían al escenario de algún teatro para compartir con los compañeros y el público aquel momento mágico.

Y así de mágico fue para mí el fin de año de un 1970 que daría paso a un 1971  lleno de trabajo,  sorpresas y alegrías. Garrafales alegrías, como pronto veréis

Necrológicas.
Una de las ültimas
fotos de José Sancho

Se van. Todos aquellos apuestos galanes de nuestro teatro, cine y televisión, se van poco a poco, dejándonos un panorama bastante desolado. El día tres de marzo falleció en Manises, Valencia, ciudad donde había nacido  en 1944, José Sancho. Su carrera es tan fecunda que solo mencionaré aquel “estudiante” de la serie Curro Jiménez, el cual tanta popularidad le aportó en los años 70. Infinidad de premios homenajean su carrera. Mencionaré únicamente el ACE al mejor actor que le fue entregado en Nueva York el año 2006 y del cual él estaba tan orgulloso.  Su poderosa voz trepidaba hasta en las últimas filas del anfiteatro romano de Mérida mientras interpretaba una adaptación teatral de  Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, bajo la dirección de José Tamayo. Pepe Sancho, un actor de “poderío”, cuyas características humanas y actorales dejan un agujero en la profesión muy difícil de llenar.

Próximo capítulo: ¡Al fin, Dios mío, al fin!